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¿Quien no conoce, estos pasajes poéticos vaquerosos?
Pero lo verdaderamente interesante es la figura de Fernando Villalón, al que desde este rincón, le rindo un pequeño homenaje, con artículos extraídos de Internet.
Fernando Villalón
CONOCÍ A FERNANDO VILLALÓN no hace muchos años, en Sevilla, una noche de otoño incipiente, en una terraza de la puerta de Jerez. Fue la noche en que leyó a sus contertulios de café su proyecto de silfidoscopio. Se trataba de un aparato para ver las sílfides, de cuya percepción esperaba él el allanamiento de muchos problemas de esta vida y de otros muchos de después de esta vida. Más que requisitos técnicos, aquel bosquejo de artefacto fijaba las condiciones fundamentales que debía atender la mecánica y la ingeniería a quienes delegaba su construcción, pero a las que quería ilustrar acerca de las relaciones entre los planes espirituales y los estratos del mundo físico, nexos que en aquel trabajo aparecían distintamente jerarquizados dentro, claro está, de una esotérica y teosófica concepción del mundo.
Aquel picador de toros, aquel hombre sanguíneo, atlético, rural y terrazguero, era uno de los brujos más sutiles e inquietantes de nuestro tiempo. No muy lejos de Lebrija había secado con un conjuro una fuente donde bebían las adúlteras el agua mineral radioactiva de la infidelidad. Su gabinete mágico, sus endemoniados prodigios, y su prurito de entablar diálogos, socráticamente, con párrocos y religiosos acerca de temas espiritistas, le habían valido la excomunión de varios obispos.
Fuera de lo espiritual, el gran problema que preocupaba por entonces a Villalón era la repoblación de Tarfia. Su feroz individualismo había cedido en vista de la necesidad de crear una civilización en aquella islita del Guadalquivir, última reliquia de un archipiélago fluvial que había sido suyo. Era el último residuo de su poderío imperial, y aún sin darse por vencido, aspiraba a recoger allí el fruto de su experiencia y su sabiduría, en una peregrina organización social. No era la corte de Elba, familiar y reducida, ni la legislación de Santa Elena, último vestigio de un tirano ocioso, mal de su grado: era una abadía de Thelème para garrochistas y bailadoras de fandango, poetas, utopistas y gentes fantásticas. Por aquel otoño, en que nos conocimos y cenábamos juntos en la caseta de Labradores, bajo la luna verde y oronda del octubre sevillano, Fernando Villalón era ya un emperador que, aun conservando su trono y atributos, veía todos los días palidecer su extraño y arrollador poderío.
Fernando Villalón-Daoiz y Halcón era hijo de un noble de Morón, aficionado a la historia, hombre misterioso que desde la alta celda de su palacio veía a las personas que entraban por el zaguán, por medio de un sabio y complicado juego de espejos, y de una dama de miniatura, alma romántica que yo sentí palpitar al leer su diario de recién casada en el viaje de novios por Italia, de sus primeras nupcias. Descendía de un señor francés de la Ville d'Almouses, que vino en tiempos de Alfonso VI a Navarra y cuya descendencia dominó en Aoiz. Entre sus últimos ascendientes pueden citarse a don Luis Daoiz, el artillero del Parque, y el conde de Aoiz, personaje tremebundo, de la Andalucía baja, arsenal viviente, panoplia ambulante, siempre ceñido de pistolas y puñales. Se cuenta del conde de Aoiz que fue en cierta ocasión a Jerez de la Frontera a desafiar a un matón tremendo. Era huésped el prócer del duque de San Lorenzo, y cierta mañana la duquesa dio con él en la escalera del palacio y mucho se extrañó de que no acompañara su saludo verbal con su habitual reverencia de besarle la mano, y de que el conde permaneciese en su presencia con las suyas sumidas en los bolsillos. Lamentose al duque, su esposo, de aquella descortesía; hasta que la informó de que habiendo reñido a puñaladas con el bandido, este le había pintado tan dilatado jabeque en el vientre que llevaba las manos en los bolsillos del pantalón para evitar la salida de la masa intestinal. «¿Cómo quieres que besara o estrechara tu mano?», preguntaba el duque, explicando la retirada a su alcoba de aquel señor marchoso y pendenciero que por su propio pie venía medio destripado.
Fernando Villalón nunca fue un camorrista, pero les mojó la oreja a los más tercos. Se apechugaba en las ventanas y tabernas con los curdas más pesados, y alguna vez le dio un beso de desafío a algún jaranero sacamantecas. Cuando seducía a docenas a las mocitas de los barrios, tenía a sus órdenes a los más aguerridos rufianes. Pero era un lujo de hombre dispendioso. Un día, en la plaza de San Francisco, pegó a todo el que se le acercaba. Era la época en que sólo vestía de corto. La Maestranza de Sevilla tuvo reparos en recibirle en su seno, aun siendo uno de los más nobles caballeros y mejores jinetes de Sevilla.
Siendo muy joven salió de Morón a recorrer sus tierras y topó con el Vivillo, camino de Estepa. Fernando lo acechó desde unas espadañas con la culata en la mejilla y, al fin, le perdonó la vida.
Villalón, al terminar la guerra europea, poseía un millón de pesetas en ganado. Hubiera podido realizar aquellas mil cabezas, pero él era fiel a su ideal de ganadero. Es menester decirlo. Sacrificó su fortuna a su ideal taurino. Su propósito era modificar la fiesta de toros criando un tipo de res que habría de condicionar la lidia. Era un enamorado de ciertos estilos y se oponía al fácil y resonante éxito de ciertos toreros actuales, «porque los toros no eran toros, pues con toros verdaderos no podía hacerse aquello». La premisa del ganado le importaba cardinalmente para cualquier consecuencia en la fiesta. Ni fue joselista ni belmontista en momento alguno. En la descomunal batalla perdió, porque su religión y estética de la lidia no coincidió con el gusto del público y el ímpetu de la moda. Allí fue su fortuna contraria a la que tuvo en poesía, pues él era el único que hubiera podido reconciliar, con su noción del arte, tan viril y tan sincero, las fórmulas más exquisitas y difíciles con el gusto popular. La intuición de su sabiduría, tanto en el terreno en que perdió como en el que empezaba a ganar, era extraordinaria. Ya se sabía, para toros, la marisma.
Llanuras sin confín, lagos de plata rizados por los vientos marineros.
Para cereales, el triángulo que forman Lebrija, Trebujena y Sanlúcar. Para mujeres, las de Algeciras a Chipiona. Para cante, los Puertos. Él sabía dónde estuvo la vieja Tartessos, cuna de aquellas maravillas únicas: en el bajo de Guadalmedina. A veces, sintetizaba todas sus preferencias con su frecuente y deliciosa expresión: El mundo se divide en dos partes: Sevilla y Cádiz.
Anticuario, chamarilero de cuadros, brujo, garrochista, derribador de reses, agricultor meritísimo, teósofo y poeta lírico y dramático, era el más feliz poseedor de la más rica experiencia andaluza. Era un espléndido camarada español, docto en las ciencias más ocultas y sabrosas. Su obra poética tiene a veces la torpeza del que posee más contenido que medios de expresión. En efecto, ni empezó pronto a escribir versos ni estuvo largos años sometido a una rigurosa disciplina de preceptos, de tanteo o de enseñanzas. En ciertas ocasiones, la tortura de la expresión se resolvía en una explosiva salida por la tangente, de un modo arbitrario o burlesco. Del mundo visible hubiera querido hacer una exacta traducción verbal. Sus propósitos poéticos en este sentido son francamente pictóricos. Recuerdo que en cierta ocasión llegamos de Sevilla a Cádiz, hallamos el mar bajo un temporal homérico. La bahía, con mar de fondo, era algo terrible, color de cieno, de azufre, de inmundicia. Las olas eran largas, atirantadas, insólitas. Aquel mar daba la impresión de cualquier cosa menos de ser el mar. Fernando buscó en vano un adjetivo para él. Le vi vacilar, trabajar y desistir. Al fin, exclamó: «Este es un mar, hijo de la gran p...».
Ahora que has muerto, Fernando Villalón, voy sintiendo con un escozor creciente el escamoteo de aquellas dos horas inevitables que pasábamos juntos en Sevilla, a riesgo de pasar juntos el día entero, y las noches entre cañeros y claveles con mujeres de ojos negros y jazmines en el moño. Iba yo a tu casa, por las calles de Santa Cruz, con sus buganvillas y sus gitanillas de pechos en las bardas de los jardines, y, al llegar a la plaza de los Refinadores, ya se advertía el rumor trafagoso y vocinglero, de pequeño comercio, autobuses de línea y vecindonería de la Puerta de la Carne. Alguna de las tardes, en vez de entrar por el callejón de Céspedes, entraba por la calle Verde, tan tierna, tan humilde, tan henchida de pueblo murillesco con sus fachadas, de una aguada pálida, color de rosa, de manzana o de malva, hasta la casa señorial, un poco escondida entre el viejo palacio de don Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, y la iglesia de San Bartolomé, color de bizcocho de feria, donde moraba, y donde ya no volveré a ver al poeta y al amigo de una época fantástica y magnífica.
Un Saludo
Antonio